top of page
Buscar

Abrazando el dolor

Actualizado: 30 nov 2024


Mi vida estaba tomando una forma distinta. Cada dolor, cada paso, me llevaba más profundamente a mi interior.

Empecé a revivir sensaciones grabadas en mi cuerpo, recuerdos de momentos muy duros de mi infancia. Recuerdo cómo mi cuerpo se apretaba ante la impotencia de no tener control sobre situaciones que me desbordaban, haciéndome sentir fallada, rota, inquerible, invisible. Llegaban miradas, voces, y escenas violentas. Sentía que mi Alma, que ansiaba ser libre, estaba atrapada entre los barrotes de mi casa, de mi madre, de la vida, y de la muerte.


Poco a poco, comencé a ver luz en medio de tanto dolor y pesar.

Comprendí por qué mi cuerpo había estado rígido desde pequeña, por qué soltar los músculos no era algo natural para mí. Empecé a ser consciente de cada acción, y cuando notaba que mis manos se apretaban, tomaba una respiración profunda y las relajaba. Era una fuerza bruta que gobernaba todo mi ser, una fuerza sobre la que no tenía control, ni siquiera en la adultez.


Guardé esas sensaciones, esos olores y palabras muy profundo en mi corazón y en mi cuerpo, y desde allí viví. O más bien, sobreviví. Desandé lentamente el camino que había recorrido, abrazándome en cada paso y descubriendo que cada día me acercaba un poco más a la salida de ese laberinto.


Recuerdo cómo comenzaron a llegar a mí diversas técnicas y métodos de sanación. Quería aprenderlos todos, probarlos todos. Estaba convencida de que podía curarme a mí misma. Esa convicción fue lo que me impulsó a enseñar métodos de autosanación, porque sabía que el poder de sanarse a uno mismo es inmenso, y te lleva a un nivel de crecimiento que no se puede medir. Sí, lo sé, todos queremos esa pastilla mágica que nos cure de inmediato, pero algo en mi interior sabía que éste era un proceso que debía hacer por mí misma.


A pesar de todo, seguía jugando al tenis, entrenando en el gimnasio, corriendo, moviéndome como podía, aunque estuviera marcada por el dolor y la limitación. No sé cómo lo hacía, pero de alguna manera, lo lograba.

Mi marido, siempre amoroso, estaba a mi lado, dispuesto a ayudarme, cuidarme y acompañarme, pero yo, testaruda, nunca me quejé. Quería hacerlo a mi manera, sola, desafiante y mucho después comprendí por qué.


Cada mañana despertaba y me hacía la misma pregunta: “Dolor, ¿todavía estás aquí? ¿Qué quieres de mí? ¿Quién eres?” Y siempre obtenía la misma respuesta: “Este dolor no es tuyo”. Esto se repitió durante más de 20 años. Un tiempo perfecto para descubrir, y redescubrirme, bajo un manto de cualidades que, aunque me habían protegido del dolor, las personas y la vida, no representaban mi verdadera esencia.


Yo no era esa persona temerosa. En mi esencia, era una mujer fuerte, decidida, impulsiva, creativa, bondadosa y confiada.


Un día, después de un torneo de tenis –imagínate en qué estado jugaba– me decían “robotito” por lo rígida y descompuesta que estaba. Caminaba a trozos, dura, en pedazos, pero no quería dejar de hacer lo que amaba y ahora entiendo porqué. Ese día sentí que había llegado a mi límite, tanto mental como físico. No podía ponerme ni la ropa sola, ni subir al auto, ni caminar más de 200 metros sin que toda mi energía se drenara.


En ese momento supe que necesitaba hacer algo, hacerme un chequeo, ir al doctor, hacerme estudios y obtener un diagnóstico para saber cómo seguir.


Me subí al auto y me fui al hospital, me hice una placa y....


El médico miró la placa y me dijo: “¿Esto es tuyo? ¿Viniste sola y caminando? No hay ser humano en este planeta que, en esta situación, pueda caminar”.


Yo lo desafié y le pregunté: “¿Y si le digo que estoy jugando al tenis?”.


¡Glup! Desmayó.


“¿Qué pasa?”, le pregunté.


“Tienes Osteoartritis. No tienes cartílago en tu cadera izquierda y tienes artrosis en la cabeza del fémur”.


“¿Quéeeee?” Fue un golpe que nunca imaginé recibir.


Me dio un patatús.


Ese diagnóstico fue un golpe, un “patatús” como diría yo, pero en lugar de hundirme, algo en mí despertó. Me di cuenta de que no era el final, sino una invitación a detenerme y escucharme de verdad, a soltar esa lucha constante por mantenerme fuerte a cualquier costo. La osteoartritis no era un enemigo, sino una maestra más en mi vida, que venía a mostrarme que mi cuerpo merecía descanso, amor, y cuidado.


Con el tiempo, entendí que mi verdadero poder no estaba en resistir el dolor, sino en abrazarlo, aceptarlo y aprender de él. No estaba fallada, ni rota, ni era inquerible.

Estaba aprendiendo a sanar desde adentro, a honrar mi cuerpo como el templo que siempre había sido, y a confiar en que dentro de mí existía todo lo que necesitaba para curarme.


Fué en ese momento cuando empecé a ver mi proceso de sanación como una oportunidad para crecer, para encontrarme con lo más profundo y levantarme más fuerte, más sabia, más plena. Hoy sé que el camino no es fácil, pero si algo he aprendido es que el poder de sanarte a ti misma es inmenso. No necesitas una pastilla mágica, lo que necesitas es escuchar a tu cuerpo, a tu Alma, y creer que, aunque a veces perdamos las esperanzas, siempre hay una nueva posibilidad al alcance.


Porque si yo pude, después de años de lucha y aprendizaje, sé que vos también podés. Cada día trae consigo una nueva oportunidad para sanar, para amar y para empezar de nuevo. Y eso, querid@ amig@, está en tus manos.



ree

 
 
 

Comentarios


bottom of page